BASTA YA

Si existe una puerta del cielo, seguro que está en las Alpujarras, la comarca granadina que desde el corazón de Sierra Nevada se asoma a las aguas del Mediterráneo. Así debió creerlo el sultán Muley al-Hasan, padre de Boabdil, que pidió ser enterrado en la cumbre de estas “montañas del sol”, dejando su nombre para siempre al Mulhacén, el pico más alto de la península.

Así debieron entenderlo también los moriscos que aquí se refugiaron después y se rebelaron antes de verse arrojados al infierno. Así parece haberlo considerado los lamas tibetanos que años atrás establecieron un monasterio budista, y los numerosos artistas y escritores que, tras los pasos del británico Gerald Brenan, han buscado en sus pueblos la inspiración.

Antes de emprender el viaje, hay que dejar los vértigos en casa, respirar hondo y abrir bien los ojos para sentir este paraíso suspendido en las nubes. Así, cuando se llegue a Lanjarón, entenderá el aire romántico del castillo árabe que guarda esta villa, cuyo alcaide moro, prefirió despeñarse antes de rendirse a los Reyes Católicos, motivando la orden de “arrasarlo”, pena máxima para una fortificación, (la menor consitía en “desmocharlo” desposeyéndolo de sus almenas y baluartes defensivos), del rey Fernando y, apreciará la variada vegetación que trepa por el cerro en que se asienta.

Tampoco le pasará inadvertido el edificio neomudéjar de su balneario. Si algo ha dado fama y nombre a Lanjarón, ha sido el agua medicinal que brota de sus manantiales y que será nuestro acompañante en el paseo por el techo peninsular.

Una vez cruzada la ciudad, un panorama de rotunda geografía, un mapa en relieve se abrirá ente los ojos del viajero. A un lado, los descomunales dedos del titán geológico de la cordillera Penibética, asiente de la Alpujarra alta. Al otro, los montes que cobijan la Alpujarra baja y terminan en el mar. Entre una y otra, el valle del Orgiva.

A la sombra de los campanarios de su iglesia y del torreón del palacio de los condes de Sástago, Orgiva muestra sus calles animadas por el continuo mercado y la afluencia multitudinaria de montañeros. Fue aquí, en el llano, donde se asentaron los cristianos frente a los moriscos alzados en la sierra.

Desde la cota de Orgiva, se dispara la ruta (el adjetivo no es superfluo) que atraviesa el corazón de la Alpujarra alta, zigzagueando al filo de los riscos hasta superar los 1.500 metros. Un reguero de aldeas diminutas se sitúan al borde del camino y presagian el escenario más asombroso del trayecto: el barranco del Poqueira, uno de los antiguos “tahas” (distritos) en que estuvo dividida la alpujarra en la época nazarí.

En la aguda perspectiva que forman las vertientes del barranco se extiende hasta los ventisqueros del Veleta, se escalonan Pampaneira, Bubión y Capileira. Pese a su fonética, sus nombres no son de ascendencia gallega, sino de origen hispanorromano y mozárabe. La toponimia pone de manifiesto el carácter de último reducto de este lugar, que antaño fue refugio de mozárabes frente a musulmanes y, más tarde, frente a cristianos.

El barranco despliega todo el esplendor de la Alpujarra verde y húmeda, con sus paredes tapizadas de bosques de castaños, alisos, quejigos y nogales. Entre ellos, se asientan los bancales de cultivo.

Los de aquí son pueblos menudos (ninguno pasa de los 1.000 habitantes), que han soportado el paso del tiempo, conservando en casas y calles la arquitectura vernácula hecha a base de muros de barro y piedra sin labrar encalados.

Los caractarísticos terrados de las casas, planos y cubiertos con una capa de “launa” (arcilla), lucen aleros de lajas de pizarra. Además de techos, son también terrazas de las construcciones superiores. Una fórmula singular relaccionada con la arquitectura de los berereberes del norte de Africa. Los “tinaos” (balconadas repletas de flores) dan el toque de color a las empinadas calles.

Pampaneira, regada con las impetuosas aguas del río Poqueira y apiñada alrededor de su iglesia mudéjar es buen lugar para catar en alguno de sus acogedores bares el vino del lugar y su ancestral gastronomía basada en guisos de choto y matanza casera.

Ladera arriba, Bubión y Capileira, en lo alto del barranco, son privilegiados miradores y donde comienza la pista que penetra en el desierto alpino del Parque Nacional de Sierra Nevada. Brindan además la ocasión de observar de cerca, en sus talleres y en el pequeño museo de Capileira, los trabajos artesanos de la zona (jarapas, mantas y tapices), heredados de la tradición textil morisca.

El camino serpentea al borde del abismo hasta los pueblos de la “taha” de Ferreira: Pitres, entre castañares, Pórtugos, con el manantial ferruginoso de la Fuente Agria, y Busquístar, que mantiene casi intacto un conjunto de arquitectura popular.

Trevélez, encajado en su propio valle, en la caída de la loma del Mulhacén, es una etapa fundamental. Desparramado por la empinadísima ladera, es el pueblo más alto de España (1.600 m.). A pesar de su altitud, no faltan balcones y ventanas rebosantes de flores, conservando el aire arabesco de sus orígenes. A sus pies corren las aguas cristalinas del río, con uno de los más elevados cotos trucheros. Dada su altitud, no es extraño que sea la cuna de uno de los más afamados jamones curados con aires nivales.

Solo así, entrando a fondo en la Alpujarras, se aprecia que por aquí todo sucede a ritmo intemporal. La naturaleza, tradiciones, gentes y paisajes acaban por subyugar al visitante tentándolo a seguir los pasos de Muley al-Hasan, de Gerald Brenan o de los monjes budistas que han encontrado aquí el lugar más parecido a su remoto Tíbet.

Por la vida, ilis
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La vida o es una aventura excitante o no merece ser vivida.